lunes, 16 de agosto de 2010

La Chica del Volcán de Silvio Mattoni

Amorfa no ser separados amor es ser junto a ella
Sobre La Chica del Volcán de Silvio Mattoni

Por Mariana Robles

En un mural antiguo, una mujer de Pompeya recoge flores aún vivas, camina joven como si danzara sobre la tierra verde y desteñida de un pasado remoto. Casi no hay más paisaje que su bello cuerpo, en una pradera donde el horizonte se construye tras sus pasos. En los pliegues del vestido, en las finas telas de un límite imperceptible, entre la atmosfera y su cuerpo algunos pétalos blancos se desvanecen y flotan, otros, se pierden en el aire. Su imagen consagrada será más tarde en uno de todos los mundos posibles La Primavera de Sandro Boticelli, en similares versiones del éter, la musa, probablemente, trunque su destino en infinitas pieles mortales, pero quizás también en alguna región espere las palabras, aquellas que el poeta dibujará en puentes o versiones de la eternidad.

El clima es cálido y cercano, como si se tratara de diagramar con la fragilidad de una fruta diminuta y jugosa una geografía indestructible. El mundo, será en esos confines, la emanación de ciertos movimientos tectónicos inexplicables, un cráter en la razón histórica, un regreso inspirado, el eterno retorno de la musa única, idéntica a sí misma, volviéndose poema. Y también la intensidad de una intimidad voluptuosa, un estruendo de icebergs marchitos que se superponen a los mensajes de la lengua y desordenan las causas que configuran el tiempo. Lo real es nombrarla. Verla o mejor abrirla, revelará varios secretos, al pensarla acabara con la duda, esbozando la alegría en ese único instante. Escribirla para que nunca muera, a Cecilia, en la juventud, la maternidad y la literatura, reina de las cosas que se iluminan.

Su silueta arcaica, su presencia en Pompeya, su composición física de seda y perlas, permanecen gracias a una técnica que se forjó capa sobre capa de un material que con los siglos se solidificó. En ciertas grietas, se percibe la frescura de aquello que existió sin pensar en su muerte. Cuando las palabras podían continuar en el flujo de la materia intentando hundirse como si en la sangre, la voz, recordara su última guarida o el primer impulso para volver a nacer.

¿Qué portales atraviesa el poema? ¿Tendrá inicio lo que no puede definirse, ni siquiera pensarse, como autobiografía? Porque no es la vida, en las poesías de Mattoni, el problema de un sujeto sino más bien la raíz imprecisa que en el fondo de la tierra lo une todo, una apacible dispersión de la conciencia, un estado en la lava terráquea de lo felizmente mortal. Un escalofrío que sensualmente dispone el conjunto del sueño y el deseo, a un fin ramificado entre el tiempo y el espacio.

Angelina podría describir en los resquicios del mural muchos corazones de volcan, su ojo precioso podría indicar las curvas de un órgano intacto en épocas rojas y las caricias en los oídos o susurros del amor.

El poema es un grafiti, una daga antigua y filosa que emerge de las tinieblas al aire. Es el arma redoblada que la heroína forjó con la voz de otro y con las curvas de su cuerpo. Ambos, sin ser ella, sin ser él, es la materia, no-yo, no-vos. La ausencia voluntaria en la poesía de un ego soberano transmutado en oro, en música y derroche.

Las estrellas siguen reflejando, estelas intermitentes sobre los rostros, alguien escribe desde la antigüedad, en otoño a través del vacío de un árbol milenario, habla Lesbia y Catulo, Cintia y Propercio, pero juntos, mezclados en el verso que retorna a la materia, no vocablos delineados sino un sonido capaz de invoncarla, de Silvio a Cecilia, a ella que se enciende sobre el mundo y que quedará intacta, siempre, mientras todo se derrumbe.

El escribiente, revelándose, trae desde el fondo del pasado lo que encontró intacto, un fuego que no se detiene y con él, un tapiz, un delicado ritmo de colores que acarician la piel blanca de una chica visible, no ya en la nebulosa de una Elena resucitada sino la encandilada con las chispas de su propio magma vital y evidente.

Con la misma pasión que animó a Demócrito, después de trazar el círculo natural entre el vaivén del amor y la guerra, creyendo que la sinfonía de las esferas, descubriría el cauce de la unidad entre la armonía y el caos, el poeta se arrojó desde las alturas al centro del volcán, esta vez con la esperanza de arrebatar la cabellera solar del nudo de la tierra, el poema y el mundo unidos en los senos de la amada. En el sueño, en la vigilia y en la confusión. Desde allí su habla subterránea se vuelve fresca insinuación del origen, una canción remota entre las piedras que piensan la vastedad, el regreso a su chica incendiaria.

Cuando el ataredecer dió algunos reflejos sobre ciudad, en la primera tarde en que Silvio y Cecilia se vieron, las sombras giraron. De arena o vegetaciones desérticas, reina de Egipto o de perfil bizantino, la luna retoma su reinado, las noches brillantes marcan los ciclos, el nacimiento, la región del alumbramiento y la alegría, las escenas del festejo cotidiano, de las niñas, pequeñas o ninfulas y el piano, su pelo lacio y largo, mítico, hermoso, los idiomas de otras naciones, Venus y la sobredosis del éxtasis nupcial, la melancolía de la arquitectura, el viaje y la poesía. ¿Cómo hacer para ordenarlo todo, pero cómo evitar todo se vaya, en las aguas espejadas y calmas de cualquier río de Oriente, de las sierras de Córdoba o de Mar Chiquita?

Así en La chica del volcán, Mattoni inaugura una cosmogonía familiar, que en lo designios de un destino traza, al igual que Platón en El Timeo, los límites de lo finito sobre la huella extensa de lo infinito y en esos márgenes emergen los seres, olvidados del yo, feliz sin forma en el baile, entre sus piernas. Llamarla opacará el funcionalismo y lo particular, en sucesivas fracturas de la división de lo abstracto, será como componer mitologías domesticas y perfectas que se dobleguen hasta obtener, de cada día vivido, pinturas diáfanas e indestructibles.

Cuando el cuerpo desnudo anuncie su calmo desvanecer el verbo repondrá la medida poética del cielo y la tierra, allí habrá alguien, sembrando el vasto y florecido territorio de eros. La juventud, los latidos o la piel dirán donde trazar el horizonte la huella ritual, la reiteración de lo inagotable.

En ascenso, hacia un amanecer tranquilo, se fueron abriendo los libros, los poetas que traían de otras ciudades las distancias disminuidas por el encuentro, la palabra común y la amistad que prometería nuevas amistades en la traducción. La escritura parece contagiarse de ecos inciertos, todo se convierte en desvío, en una impracticable y austera zona ausente de cálculos y funciones pero generosa en combustiones, en desciframientos impostergables del oráculo, la danza y los misterios. Ella puede leer, Cecilia, en el fondo de su mano los signos que nos trascienden, obtener de las páginas transitadas las insospechadas emanaciones de la eternidad, en la dirección que indican los pétalos, aquella que la acerca y la divierte, a la musa, y la conduce sobre sus pasos seguros, al fuego de la fiesta.

Algo aparece en el silencio, un eco profuso, las figuras de los años compartidos, llenos, como rebalsándose en la superposición de tanta existencia, pero que se bifurcan y muestran el porvenir de un hogar adorable con plantas guardianas dispuestas en el patio, cerca de una ventana son las voces que llegan de las nenas afinando, deslizando los deditos en instrumentos musicales, ardientes.

También el animal poético, o sea las maquinaciones de un decir sin dueño, las líneas amorfas de una continuidad yéndose a la nada y regresando del ocaso con ídolos pequeños, los niños sabios, las ranitas o el perrito que ayudó a Francisca a caminar, en el revés del conocimiento, en el horizonte de lo no-pensado, nacen los versos, Margarita o Galileo iluminados, rayos, el cielo, las cenizas del volcán que parecen mariposas.